Conclusión a las Epístolas generales
Las Epístolas generales comienzan con la combinación de dos principios: primero, seguir a Cristo nos da la capacidad de confiar en que Dios provee para nosotros y segundo, confiar en que Dios nos provee nos lleva a trabajar en beneficio de los necesitados. Estos principios son la base de varias instrucciones prácticas para la vida y el trabajo (especialmente en Santiago) y de conceptos teológicos que nos ayudan a entender el lugar que tiene el trabajo en la vida de fe. Esto plantea dos preguntas para nosotros:
(1) ¿creemos estos principios? Y (2) ¿en realidad los estamos aplicando en nuestra vida laboral?
¿Creemos estos dos principios?
En nuestros lugares de trabajo ocurren innumerables situaciones. Algunas ponen en duda la posibilidad de confiar en que Dios provee para nosotros. Otras la afirman. Todos conocemos personas que parecía que confiaban en Dios pero no recibieron lo que necesitaban. Las personas pierden trabajos, casas, ahorros para su jubilación e incluso la vida misma. Por otra parte, recibimos cosas buenas que nunca podríamos haber esperado y que no habríamos podido lograr nosotros mismos. Surge una nueva oportunidad, algo pequeño que hicimos lleva a un gran éxito, una inversión resulta bien, una persona extraña provee para lo que necesitamos. ¿Es verdad que podemos confiar en que Dios provee lo que realmente necesitamos? Las Epístolas generales nos llaman a luchar con esta pregunta profunda hasta que tengamos una respuesta segura. Esto puede significar luchar con ella durante toda la vida. Pero aún eso sería mejor que ignorarla.
El principio de que debemos trabajar principalmente en beneficio de los que lo necesitan es igualmente cuestionable. Está en contra de la suposición básica de la economía —que todos los trabajadores actúan principalmente para incrementar su propia riqueza. Choca contra la actitud predominante de la sociedad frente al trabajo: que cada quien cuide sus propios intereses. Demandamos pruebas (si tenemos el poder de hacerlo) de que estamos recibiendo el salario adecuado. ¿De esa misma forma demandamos pruebas de que nuestro trabajo beneficia a otros adecuadamente?
¿Estamos aplicando los dos principios en nuestro trabajo?
Podemos evaluar nuestro nivel de confianza en la provisión de Dios examinando las cosas que hacemos para proveer para nosotros mismos. ¿Nos llenamos de conocimiento para volvernos indispensables? ¿Solicitamos contratos laborales o paracaídas de oro para sentirnos seguros en el futuro? ¿Venimos al trabajo con temor de que nos despidan? ¿Nos obsesionamos con el trabajo y descuidamos a nuestras familias y comunidades? ¿Nos aferramos a un trabajo que no es digno, a pesar de la humillación, la ira, el bajo rendimiento e incluso los problemas de salud porque tememos que no existan más trabajos para nosotros? No hay reglas rigurosas y algunas o todas estas acciones pueden ser sabias y apropiadas en ciertas situaciones (excepto la obsesión). Pero, ¿qué dice lo que hacemos en el trabajo sobre nuestro nivel de confianza en que Dios es quien nos provee?
Sin embargo, la medida más poderosa de nuestra confianza en Dios no es lo que hacemos por nosotros mismos, sino lo que hacemos por otros. ¿Le ayudamos a las personas a nuestro alrededor a que les vaya bien en el trabajo, incluso aunque es posible que nos tomen la delantera? ¿Ponemos en riesgo nuestra posición para defender a nuestros compañeros, clientes, proveedores y otros que no tienen el poder de hacerlo o que lo necesitan? ¿Preferimos —dentro de cualquier alcance de decisión que podamos tener— trabajar en formas que beneficien los que tienen necesidad, tanto como trabajamos para nuestro propio beneficio?
Necesitamos responsabilizarnos y responsabilizar a otros de aplicar estos principios en el trabajo todos los días, así como nos lo recuerda la carta de Judas. Obedecer la palabra de Dios no es un tema de sensibilidades religiosas, sino de consecuencias totalmente físicas para nosotros y para los que son afectados por nuestro trabajo. La responsabilidad no nos lleva a juzgar, sino a tener un corazón misericordioso.
Las Epístolas generales nos retan a reconceptualizar nuestra noción no solo del trabajo, sino de para quién estamos trabajando. Si confiamos en que Dios provee para nuestras necesidades, entonces podremos trabajar para Él y no para nosotros mismos. Cuando trabajamos para Dios, servimos a otros. Cuando servimos a otros, traemos la bendición de Dios a un mundo en el que somos miembros de la sociedad, pero ciudadanos de otro reino. Las bendiciones de Dios que llegan al mundo a través de nuestro trabajo se convierten en los siguientes pasos del Señor para la transformación del mundo, para convertirlo en nuestro verdadero hogar. Por tanto, mientras trabajamos “según Su promesa, nosotros esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia” (2P 3:13).