Los discípulos amados (Juan 21)
El capítulo final de Juan ofrece la oportunidad de reflexionar no tanto en el trabajo mismo, sino en la identidad del trabajador. Los discípulos están pescando cuando deben estar predicando el reino de Dios, pero no hay nada en el texto que indique una desaprobación. En cambio, Jesús bendice su labor con una pesca milagrosa. Después de todo, regresan a su trabajo designado como predicadores, pero hasta esto refleja solamente su llamado específico y no habla con desdén de la pesca como tal.
Sea cual sea la forma en la que veamos el contexto, el ímpetu del capítulo es la restauración de Pedro y el contraste de su futuro con el del “discípulo a quien Jesús amaba” (Jn 21:10). Las tres afirmaciones de Pedro de su amor por Jesús restauran su relación con Él después de sus tres negaciones. Viendo al futuro, Pedro soportará el martirio, mientras que se insinúa de forma enigmática que el discípulo amado disfrutará de una vida más larga. Centraremos nuestra atención en la última idea, ya que esta auto denominación habla directamente sobre la cuestión de la identidad humana.
Es curioso que la identidad del discípulo amado nunca se revela en el cuarto Evangelio. La mayoría de eruditos deduce que es el apóstol Juan (aunque hay algunos que no están de acuerdo[1]), pero la verdadera pregunta es por qué hay tanto secreto en cuanto a su nombre. Una respuesta sería que desea distinguirse a sí mismo de los otros discípulos porque Jesús lo ama de una manera especial, pero eso sería extraño en un Evangelio que está inundado del modelo de Cristo de humildad y sacrificio personal.
Una explicación mucho mejor es que él se califica a sí mismo como “el discípulo que Jesús amó” como una forma de representar lo que es una realidad para todos los discípulos. Todos debemos encontrar nuestra identidad primero que todo en el hecho de que Jesús nos ama. Cuando usted le pregunta a Juan quién es él, él no responde dando su nombre, sus relaciones familiares o su ocupación. Él responde, “yo soy alguien que Jesús ama”. En las palabras de Juan, el discípulo amado se encuentra a sí mismo “recostado en el seno de Jesús” (Jn 13:23 RVA), y de igual manera, el Mesías encuentra Su identidad “en el seno del Padre” (Jn 1:18).[2] De la misma forma, debemos descubrir quiénes somos, no en lo que hemos hecho o en lo que sabemos o lo que tenemos, sino en el amor de Jesús por nosotros.
Sin embargo, si el amor de Jesús por nosotros —o, podríamos decir, el amor del Padre para nosotros por medio de Jesús— es la fuente de nuestra identidad y la motivación de nuestra vida, desarrollamos ese amor en nuestra actividad en la creación de Dios. Un aspecto crucial de esta actividad es nuestro trabajo cotidiano. A través de la gracia de Dios, el trabajo se puede convertir en un escenario en donde vivimos nuestra relación con Dios y con los demás por medio de nuestro servicio amoroso. Nuestro trabajo diario, sea que otros lo consideren humilde o exaltado, se convierte en el lugar en donde se muestra la gloria de Dios. Por la gracia de Dios, mientras trabajamos, nos convertimos en parábolas vivientes del amor y la gloria de Dios.
D. A. Carson, The Gospel According to John [El Evangelio según Juan], The Pillar New Testament Commentary [El comentario Pillar del Nuevo Testamento] (Grand Rapids: Eerdmans, 1991), 68–81.
Estas son solo dos apariciones de la palabra “seno”, el griego kolpos, en el Evangelio de Juan. Usamos las versiones Reina Valera Antigua y la Biblia de las Américas porque algunas traducciones modernas no incluyen este paralelismo.