La producción de valor real en el trabajo (Salmo 127)
Así como el Salmo 107 habla de la actividad económica a gran escala, el Salmo 127 y el 128 hablan del hogar, que fue la unidad básica de la producción económica hasta el momento de la Revolución Industrial. El Salmo 127 comienza con un recordatorio de que todo buen trabajo está cimentado en Dios.
Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vela la guardia. Es en vano que os levantéis de madrugada, que os acostéis tarde, que comáis el pan de afanosa labor, pues Él da a Su amado aun mientras duerme. (Sal 127:1-2)
Tanto la “casa” como la “ciudad” se refieren a lo mismo: el objetivo de proveer bienes y seguridad para quienes hacen parte de ella. En última instancia, toda actividad económica busca permitir que los hogares prosperen. El pasaje afirma claramente que la labor diligente por sí sola no es suficiente (compare Pro 26:13-16 acerca de la pereza). Más allá del punto evidente, hay un significado más profundo. El trabajo duro puede traer como resultado una casa grande y hermosa, pero no puede crear un hogar feliz. Un emprendedor entusiasta puede crear un negocio exitoso pero no puede crear una buena vida solamente por medio del trabajo. Solo Dios puede hacer que todo tenga sentido.
En muchas economías en la actualidad, la mayoría de trabajos no son como el de los campesinos y por lo general no se realizan en los hogares, sino en organizaciones más grandes. Sin embargo, el mensaje del Salmo 127 aplica para los lugares de trabajo institucionalizados en la actualidad de la misma manera en la que lo hace para los hogares antiguos. Para prosperar, todos los lugares de trabajo deben producir algo de valor. Dedicar horas no es suficiente —el trabajo tiene que resultar en bienes o servicios que otros necesiten.
Los creyentes pueden ofrecer algo especialmente importante en este sentido. En todos los lugares de trabajo existe la tentación de elaborar artículos que produzcan dinero rápidamente aunque no ofrezcan ningún valor duradero.
Las empresas pueden incrementar sus ganancias —a corto plazo— disminuyendo la calidad de los materiales. Los que trabajan en ventas pueden aprovecharse de la falta de conocimiento de los compradores para vender productos y accesorios cuestionables. Las instituciones educativas pueden ofrecer clases que atraigan estudiantes sin desarrollar capacidades que perduren. Y así sucesivamente. Entre más entendemos las necesidades genuinas de las personas que usan nuestros bienes y servicios, y entre más aportemos al verdadero valor de lo que producimos, más podemos ayudar a que nuestras instituciones de trabajo resistan estas tentaciones. Ya que en última instancia el valor está cimentado en Dios, tenemos una capacidad única de ayudar a nuestras organizaciones a reconocer lo que realmente es valioso. Sin embargo, nuestra contribución debe ser dada con humildad y escuchando con cuidado. Dios no les da a los cristianos un monopolio ético o de valores.