La cruz y la resurrección (Marcos 14:32-16:8)
Los temas del estatus y la gracia regresan al primer plano cuando Jesús enfrenta Su juicio y crucifixión. “Ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido, sino para servir, y para dar Su vida en rescate por muchos” (Mr 10:45). Incluso para Él, el camino del servicio requiere la renuncia a cualquier estatus:
“El Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles. Y se burlarán de Él y le escupirán, le azotarán y le matarán, y tres días después resucitará”. (Mr 10:33–34)
El pueblo proclama —correctamente— a Jesús como Mesías y rey (Mr 11:8–11), pero Él deja a un lado esta posición social y se somete a las acusaciones falsas que hace el concilio judío en su contra (Mr 14:53–65), a un juicio inútil hecho por el gobierno romano (Mr 15:1–15) y a la muerte en manos de la humanidad a la que vino a salvar (Mr 15:21–41). Sus propios discípulos lo traicionan (Mr 14:43–49), niegan que lo conocen (Mr 14:66–72) y lo abandonan (Mr 14:50–51), a excepción de algunas de las mujeres que habían apoyado Su trabajo. Él toma el lugar más bajo que puede existir, abandonado por Dios y por las personas, con el fin de concedernos la vida eterna. Al final de Su amargo sufrimiento, se siente abandonado por Dios mismo (Mr 15:34). De todos los Evangelios, solamente Marcos registra Su clamor con las palabras de Salmos 22:1, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mr 15:34). En la cruz, el trabajo final de Jesús es llevar sobre Él todo el abandono del mundo. Tal vez ser malentendido, burlado y abandonado fue tan difícil para Él como lo fue ser condenado a muerte. Estaba consciente de que Su muerte sería vencida luego de algunos días, pero la falta de comprensión, la burla y el abandono continúan hasta este día.
Muchas personas en la actualidad también se sienten abandonadas por sus amigos, familiares, la sociedad e incluso Dios. Los sentimientos de abandono en el trabajo pueden ser muy fuertes. Podemos ser marginados por compañeros de trabajo, abatidos por el esfuerzo y el peligro, sentirnos ansiosos por nuestro desempeño, temerosos por la posibilidad de despidos y desesperados por el pago inadecuado y los escasos beneficios, como se describe de forma memorable en el libro de Studs Terkel, Working [El trabajo]. Las palabras de Sharon Atkins, una recepcionista en el libro de Terkel, expresan lo que muchos piensan: “Lloraba en la mañana, no quería levantarme de la cama. Le temía a los viernes porque el lunes siempre me acechaba. Otros cinco días por delante. Parecía que nunca terminaría. ¿Por qué estoy haciendo esto?”[1]
Pero la gracia de Dios para aquellos que la aceptan, vence incluso las dificultades más devastadoras del trabajo y la vida. La gracia de Dios toca al mundo desde el preciso momento en que Jesús se somete, cuando el centurión reconoce, “En verdad este hombre era Hijo de Dios” (Mr 15:39). La gracia triunfa sobre la muerte misma cuando Jesús regresa a la vida. Dios les anuncia a las mujeres que “Ha resucitado” (Mr 16:6). En la sección sobre Marcos 1:1–13, señalamos que el final del libro es de carácter repentino. Esta no es una historia bonita para desfiles religiosos sino una intervención desgarradora de Dios en el polvo y la suciedad de nuestras vidas y trabajos desaliñados. El sepulcro abierto del criminal crucificado prueba que “muchos primeros serán últimos, y los últimos, primeros” (Mr 10:31) de una manera más clara de lo que la mayoría podría soportar. Es solamente por medio de esta gracia asombrosa que nuestro trabajo puede producir “cien veces más ahora en este tiempo” y nuestras vidas pueden ser conducidas al “siglo venidero, la vida eterna” (Mr 10:31). Era de esperarse que “un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas; y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo” (Mr 16:8).
Studs Terkel, Working [El trabajo] (Nueva York: The New Press, 1972), 31.