“Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3)
Los “pobres en espíritu” son aquellos que se sumergen a sí mismos en la gracia de Dios.[1] Son quienes reconocen de forma personal su estado de bancarrota espiritual ante Dios. Es el recaudador de impuestos en el templo, golpeando su pecho y diciendo, “Dios, ten piedad de mí, pecador” (Lc 18:9–14). Es una confesión honesta de que somos pecadores y plenamente carentes de las virtudes morales necesarias para agradar a Dios. Es lo opuesto a la arrogancia. En su forma más profunda, reconoce nuestra necesidad desesperada de Dios. Jesús está declarando que es una bendición reconocer nuestra necesidad de ser llenos de la gracia de Dios.
Por tanto, al inicio del Sermón del monte, aprendemos que no tenemos los recursos espirituales en nosotros mismos para poner en práctica las enseñanzas de Jesús. No podemos cumplir el llamado de Dios en nuestras propias fuerzas. Bienaventurados los que se dan cuenta de que están en bancarrota espiritual, porque esta comprensión los lleva a Dios. Ellos saben que para alcanzar el propósito para el que fueron creados (lo que deben ser y hacer), necesitan la ayuda del Señor. Gran parte del resto del Sermón destruye una idea con la que nos hemos engañado a nosotros mismos: que somos capaces de obtener un estado de bienaventuranza por nuestra propia cuenta. El Sermón busca producir en nosotros una pobreza genuina de espíritu.
¿Cuál es el resultado práctico de esta bendición? Si somos pobres de espíritu, somos capaces de calificar honestamente nuestro propio trabajo. De esta manera, no exageramos nuestro CV o alardeamos sobre nuestra posición. Sabemos lo difícil que es trabajar con personas que no pueden aprender, crecer o aceptar la corrección porque están tratando de mantener una imagen incorrecta de sí mismos. Así que nos comprometemos a ser honestos acerca de nosotros mismos. Recordamos que incluso Jesús, cuando comenzó a trabajar con madera, necesitó guía e instrucción. Al mismo tiempo, reconocemos que solo cuando Dios trabaja dentro de nosotros, podemos poner las enseñanzas de Jesús en práctica en el trabajo. Buscamos la presencia y fortaleza de Dios en nuestras vidas cada día mientras vivimos como cristianos en el lugar donde trabajamos.
En un mundo caído, la pobreza de espíritu puede parecer un impedimento para el éxito y avance. Con frecuencia, esto es una ilusión. ¿Quién puede llegar a ser más exitoso a la larga? ¿Un líder que dice, “No teman, yo puedo manejar todo, solo hagan lo que les digo”, o un líder que dice, “Juntos lo podemos hacer, pero todos tendremos que hacer nuestra labor mejor de lo que lo hemos hecho antes”? Al menos dentro de las mejores organizaciones, ya quedó atrás la época en la que un líder arrogante y que se promueve a sí mismo fuera considerado como mejor que un líder humilde que empodera a los demás. Por ejemplo, la primera señal característica de las compañías que alcanzan la grandeza duradera, es que tienen un líder humilde, de acuerdo con la reconocida investigación de Jim Collins.[2] Por supuesto, muchos lugares de trabajo permanecen atascados en el reino antiguo de la autopromoción y la autovaloración excesivamente alta. En algunas situaciones, el mejor consejo práctico es encontrar otro trabajo, si es posible. En otros casos, puede que no sea posible o conveniente dejar el trabajo, porque al permanecer allí un cristiano podría ser una fuerza importante del bien. En estas situaciones, los pobres en espíritu son todavía más una bendición para aquellos a su alrededor.
Lucas presenta esta idea como “Bienaventurados vosotros los pobres” (Lc 6:20). Los eruditos han debatido sobre cuál de los dos sentidos es el principal. Jesús comienza Su ministerio en Lucas 4:16–18 leyendo Isaías 61:1, que dice que ha venido “para anunciar buenas nuevas a los pobres” (NVI). Cuando Juan el Bautista pregunta si Jesús es el Mesías, Jesús responde, “a los pobres se les anuncia el evangelio” (Mt 11:5). Pero otros eruditos señalan que “los pobres” son los humildes y devotos en la búsqueda de Dios, lo que parece indicar que el sentido fundamental es “pobres en espíritu”. Esto concuerda con Isaías 66:2, “Pero a éste miraré: al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante mi palabra”. Jesús habla de “los pobres” quince veces en los Evangelios, de las cuales tres se refieren a aquellos que no tienen nada de comer y once se refieren al humilde y piadoso que busca a Dios. Tal vez la mejor respuesta es que el concepto bíblico de “pobre” se refiere tanto a la pobreza socioeconómica como a la bancarrota espiritual y a la necesidad consecuente de depender de Dios.
Jim Collins, Good to Great: Why Some Companies Make the Leap… And Others Don’t [Empresas que sobresalen: por qué unas sí pueden mejorar la rentabilidad y otras no] (Nueva York: Harper Business, 2001), 20.