Nuestra necesidad de salvación en la vida y en el trabajo (Romanos 1:18-32)
Vimos en Romanos 1:1–17 que la salvación comienza con la reconciliación con Dios. Las personas se han distanciado de Dios debido a su “impiedad e injusticia” (Ro 1:18). “Pues aunque conocían a Dios, no le honraron como a Dios ni le dieron gracias” (Ro 1:21). Fuimos creados para caminar en intimidad con Dios entre las criaturas del jardín del Edén (Gn 1–2), pero nuestra relación con Él se ha quebrantado tanto que ya ni reconocemos a Dios. Pablo le llama un estado de “mente depravada” (Ro 1:28).
Con la falta de ánimo para quedarnos en la presencia del Dios real, tratamos de crear nuestros propios dioses. Somos los que “cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Ro 1:23). Nuestra relación con Dios está tan profundamente quebrantada que no podemos encontrar la diferencia entre caminar con Dios y esculpir un ídolo. Cuando nuestra relación real con el Dios verdadero se rompe, creamos relaciones falsas con dioses falsos. Entonces, la idolatría no es solamente un pecado entre muchos otros, sino que es la esencia de una relación rota con Dios. (Para más información sobre la idolatría, ver “No te harás ídolo”, Éxodo 20:4).
Cuando nuestra relación con Dios está rota, nuestras relaciones con otras personas también se estropean. La siguiente es una lista que hace Pablo de algunos de los aspectos averiados en las relaciones humanas:
Estando llenos de toda injusticia, maldad, avaricia y malicia; colmados de envidia, homicidios, pleitos, engaños y malignidad; son chismosos, detractores, aborrecedores de Dios, insolentes, soberbios, jactanciosos, inventores de lo malo, desobedientes a los padres, sin entendimiento, indignos de confianza, sin amor, despiadados. (Ro 1:29–31)
Casi todas estas evidencias de relaciones rotas las experimentamos en el trabajo. La codicia, los pleitos y la envidia por las posesiones o cheques de pago de los demás, la malicia y la desobediencia hacia alguna autoridad, el chisme y las calumnias de los compañeros de trabajo y la competencia, el engaño y el ser indignos de confianza en las comunicaciones y compromisos, la insolencia, la soberbia y la jactancia de aquellos que experimentan el éxito, la falta de entendimiento en las decisiones, la falta de amor y la crueldad de aquellos en el poder. Por supuesto, la situación no es así en todos los casos. Algunos lugares de trabajo son mejores y otros son peores, pero cada uno ha visto las consecuencias de las relaciones rotas. Todos las padecemos. Todos contribuimos a que ocurran.
Incluso podemos acrecentar el problema haciendo que el trabajo mismo sea un ídolo, dedicándonos a trabajar con la vana esperanza de que por sí solo nos traerá significado, propósito, seguridad o felicidad. Tal vez parezca que esto funciona por un tiempo, hasta que nos ignoran para un ascenso o somos despedidos o nos jubilamos. Entonces descubrimos que el trabajo termina y que en el proceso nos convertimos en extraños para nuestra familia y amigos. Como “el hombre, las aves, los cuadrúpedos y los reptiles”, el trabajo fue creado por Dios (Gn 2:15) y es inherentemente bueno, aunque se vuelve malo cuando lo elevamos al lugar de Dios.